Las herencias de nuestra cocina. Córdoba.
Por Alejandro Ibáñez
Córdoba
Córdoba es considerada por muchos la Capital de la Cultura Gastronómica. Este título puede ser recibido gracias a las recetas que romanos, árabes, fenicios, griegos y cristianos le han regalado.
El fondo de nuestras cacerolas se comenzó a cocer hace unos 2.700 años, con la llegada de griegos y fenicios y con ellos el olivo que los romanos extendieron por nuestro territorio. La cocina mediterránea no podría existir sin el aceite de oliva y sus múltiples funciones en cada plato: da sabor, color y aroma, modifica las texturas, transmite el calor, integra los alimentos, personaliza e identifica un plato y es compatible con todos los sabores. Hasta llegar aquí el aceite de oliva ha “sufrido” mucho.
La influencia culinaria de Roma se conoce muy bien gracias a numerosas fuentes escritas y arqueológicas y, dando de lado algunos excesos ridículo, fue una dieta rica en hidratos de carbono que aportaban harinas, hortalizas y legumbres con los complementos proteicos de la leche, los huevos y la carne y, en menor medida, por las dificultades de conservación y captura, el pescado, que solía mezclarse con queso blanco, y era un buen receptor de plantas aromáticas. Herencia romana pura es el gusto por la carne de cerdo, la más solicitada por sus múltiples formas de prepararse y porque es la que mejor liga con las salsas, a las que, también, eran muy aficionados los romanos.
Curiosamente tenían la costumbre de hervir la carne y después asarla, lo que supone una pérdida de proteínas. Se debía a que rechazaba la sangre animal y cuando hervía la carne la dejaba perfectamente preparada para asarla ya que se prefería la “carne doradita”. Roma llevará el cerdo a su punto más alto, marcando las pautas sobre las reglas para la crianza, matanza y preparación de todos sus productos derivados destacando en la invención de la fórmula, casi mágica, que hizo posible que ciertos productos efímeros pasaran a ser casi eternos, los embutidos.
Para la Gastronomía Andalusí también contamos con abundantes fuentes literarias y arqueológicas que la definen como una cocina oriental que adopta las costumbres hispano-romanas y utiliza productos autóctonos. Su marcado carácter popular nos queda en nuestra inclinación por dulces y fritos. Pan, sopas, potajes y pastas ocuparon un puesto destacado en la alimentación. También abundaban frutas y verduras. La carne se consumía muy troceada, con abundantes especias y bastante vinagre para ablandarla y facilitar la digestión. También fueron muy populares las albóndigas, y la carne de caza, con mucho aceite y ajo. El pescado era un plato de zoco, muy consumido en fritura por las clases populares.
¿Qué nos ha quedado de esta alimentación variada, abundante y equilibrada que los cristianos viejos intentaron eliminar tras la Reconquista? Innumerables platos, en general todos aquellos en los que predominan el majado. Esta influencia está muy presente también en los dulces: fritos emborrizados en miel, hojaldres de ajonjolí, masas de harina perfumadas con limón como perrunas, tortas de aceite, alfajores, mazapanes, turrones o pestiños.
Hay dos aspectos curiosos que marcan nuestra cocina. El aceite de oliva y el pescado. La historia del aceite, relacionada con el comercio, la medicina, la iluminación, la cosmética y muy especialmente con la alimentación está muy ligada al mundo romano y a toda la cuenca del Mediterráneo.
Pese a sus reconocidas propiedades y dejando a un lado la mala prensa que le hicieron los obtenidos de semillas, ha tenido más que malas rachas. En la cocina bajomedieval y renacentista tuvo escasa consideración, se reservaba para los días de abstinencia de carne, y su utilización para el pescado y las ensaladas, se convierte en símbolo de penitencia.
Lo habitual era cocinar con grasa de cerdo, signo de cristiano viejo, porque “sin tocino la olla el diablo se la coma”. Como base de salsas no comienza a utilizarse hasta el s. XVII, al que se añaden ajo y cebolla. Las especias, costosas y más difíciles de conseguir entonces, dan paso a una cocina tradicional que, con la excepción del anís, el comino y el azafrán, por su color y propiedades de tónico cardiaco, recurre a las hierbas aromáticas, hierbabuena orégano, perejil, cilantro, e hinojo para de dar color y sabor a sus platos.
Lo mismo ocurre con el pescado, consumido en fritura por las clases populares musulmanas, no aparece en las altas mesas andalusíes para distinguirse de los cristianos que debían consumirlo por obligación religiosa. La carne, signo de riqueza, podía generar violencia y deseo sexual, por lo que la Iglesia Católica la desaconsejaba y prohibía más de 150 días al año entre abstinencias, vigilias y cuaresmas. Comer pescado, al que no se atribuía ninguna propiedad nutriente ni por los médicos, y encima por mandato, parece que fue una de las causas de nuestra ancestral aversión al mismo.
Fuente: libro “Ruta gastronómica de la provincia de Córdoba 2009”
Edita: el Día de Córdoba.
Gerente: Miguel Á. Medina.
Director: Luís J. Pérez-Bustamante.
Coordinador: José Manuel Santiago.
Redacción: Alejandro G. Cubeiro y Alejandro Ibáñez.
Diseño libro: Fernando Rivas Roldán.
Fotografía: J. Martínez, Á. Carmona, M. Á. Salas, Ó. Barrionuevo y A. Ibáñez.